16 de marzo de 2011

Migraciones y Odiseas

Por: Leadimiro González
Yo era apenas un niño cuando abandoné por primera vez la isla de Kuna Yala y vine a vivir con mis padres a la ciudad capital. Fue a principios de los años 70, cuando no existían las computadoras, los teléfonos celulares ni la televisión en color y apenas el hombre había pisado la luna.

Recuerdo como si fuera ayer ese día. Me monté en una avioneta y desde la altura contemplé con cierta nostalgia la pequeña isla de Sasardi Mulatupu donde había nacido. Contemplé sus aguas azules donde tantas veces me zambullí, su playa de arena blanca, donde en noches de luna llena me acostaba boca arriba a contar las estrellas.

En esos tiempos de mi niñez no existía para mí nada más que el mar, las montañas, los ríos y las noches mágicas donde los caciques cantaban acostados en las hamacas mientras las mujeres, sentadas en bancas de madera, cosían sus molas y escuchaban en silencio los mensajes de los viejos.

Por eso, cuando la avioneta aterrizó entre altos edificios, en el antiguo aeropuerto de Paitilla, todo me pareció irreal y ajeno. Nunca me imaginé que existiera un lugar así, con casas de concreto, automóviles y de tanta gente caminando de un lado para otro por calles interminables, hablando un idioma que para mí resultaba totalmente desconocido. Aprender y dominar ese lenguaje me costaría un poco, pero con el pasar de los días, de los meses, terminaría dominándolo, aunque luego olvidara el mío.

Me imagino que esa misma experiencia la vivieron todos aquellos que pisaron por primera vez la ciudad capital. Encontrarse con un mundo extraño, pero a la vez fascinante.

En esa época lejana en mi memoria, recuerdo que eran pocos los kunas que se desplazaban de la isla a la ciudad. Y si lo hacían era por motivos de trabajo. Los más viejos cuentan que las primeras migraciones se dieron entre los años 30 ó 40, cuando grupos de hombres kunas viajaban para laborar en las bases norteamericanas, en la antigua zona del Canal. Pero no lo hacían para quedarse, sino que permanecían por un par de meses hasta que lograban ahorrar una cantidad suficiente de dinero. Con eso compraban herramientas de trabajo y regresaban a sus comunidades. También se marineros en barcos que llegaban a las islas. ¿Valdría la pena cuestionarse qué habrá sido de ellos? ¿Habrán sobrevivido en esas remotas ciudades? ¿Habrán dejado descendencia? Nadie lo sabe. Lo que sí se comenta entre los isleños es que en alguna parte de Nueva York existen descendientes de kunas, quienes practican tradiciones y preparan comidas kunas, platos que valdría la pena probar.

Pero es a partir de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta que se inició el desplazamiento de los kunas hacia la ciudad capital, sobre todo por la influencia de las iglesias que se establecieron en algunas comunidades de Kuna Yala y el sistema educativo existente que, de alguna manera, le hicieron ver a la población kuna que la ciudad le ofrecía algo mejor. De allí que nuestra gente decidiera abandonar sus tierras en búsqueda de una mejor oportunidad de vida y porque siempre había estado abandonada a su suerte por los gobiernos.

Retomando nuestro tema, recuerdo que a principios de los setenta, cuando caminaba con mi padre por la Avenida Central, hoy conocida como La Peatonal, no veía a tantos de mis coterráneos y se podían contar con las manos. Hoy, la presencia de los kunas se ha multiplicado hasta tal punto que se les puede observar en cualquiera parte y realizando infinidad de oficios para ganarse la vida.

¿Pero desde cuándo se dio inicio a esa migración? La historia dice que desde que llegaron los conquistadores a América. Ellos trajeron enfermedades, esclavitud y muerte. De allí que nuestros abuelos decidieron abandonar sus tierras y desplazarse a otro lugar donde pudieran vivir tranquilamente y soñar.

Nadie sabe qué tan difícil pudo resultar esa migración. Es como si a uno lo sacaran del entorno donde siempre ha vivido y lo colocaran en otro lugar distinto, al cual no está acostumbrado. ¿Cuántos no habrán muerto en el viaje? ¿Cuántos kilómetros no habrán tenido que recorrer? ¿A qué peligros se habrán enfrentado? ¿A qué enfermedades? ¿Cómo hicieron para sobrevivir? Son incógnitas que nunca podremos resolver.

Eso me trae a colación la historia de una familia de esquimales que a principios del siglo XX, durante una expedición al Polo Norte, fueron sacados de su habitad para ser traídos a la civilización, en este caso a Canadá, para su estudio. Los esquimales se enfermaron. No estaban acostumbrados a ese ambiente y fueron víctimas de muchas enfermedades que finalmente acabaron con sus vidas. El único que logró sobrevivir a esas penosas circunstancias fue el hijo de la pareja, que ya, siendo un hombre, se escaparía para regresar a su tierra. Nunca más se supo de él. La pregunta que me hago es ¿a cuántos kunas no le habrá sucedido lo mismo al cambiar de entorno?

Lo cierto es que nuestros abuelos, que vivían en las remotas costas del Caribe, tuvieron que recoger sus enseres, animales, lo poco que tenían y huir del hombre blanco. Los libros de historia, que no siempre recogen la verdad, señalan que para principios del siglo XVIII, nuestros abuelos vivían a orillas de los pequeños ríos que corrían hacia el norte, al Caribe y al otro lado de las montañas, a la orilla de los ríos más caudalosos del Sur. Cuentan que tampoco permanecieron por mucho tiempo allí, pues para el siglo XIX, los kunas que se encontraban en el norte bajaron a las montañas para volver a establecerse en la actual Kuna Yala. Otros, prefirieron desplazarse al sur de la cordillera del Tuira, Chucunaque, Bayano y Urabá. Un siglo después, en los albores del siglo XX, la mayoría de los kunas vivían a lo largo de las costas de Kuna Yala.

Actualmente, según el censo de 2000, la comarca de Kuna Yala cuenta con una población de 36,487 habitantes, mientras que en la capital viven 24 mil.

La mayoría de los kunas, en los últimos 30 años, se han desplazado de la comarca a la ciudad para tratar de mejorar su modus vivendi, conseguir un empleo, tratar de continuar o terminar sus estudios.

En la década que comprende de 1990-2000 fue cuando se dio la mayor cantidad de migraciones kunas a la ciudad capital y 14,079 kunas cambiaron de residencia, de los cuales 11,975 fueron a vivir a Panamá.

Estos kunas que decidieron establecerse en Panamá fundaron varias comunidades, entre ellas: Kuna Nega, Dagarkun Yala y Boo Yala. En Colón tenemos comunidades como: lbergún y Cativá, esta última considerada como la primera comunidad que fue fundada por los kunas, puesto que las primeras migraciones se dieron hacia la provincia de Colón, específicamente en Cativá. En estas comunidades buscan la manera de vivir unidos y mantener su lenguaje y sus tradiciones.

Si alguien viajara a las provincias de Chiriquí, Bocas del Toro y Santiago, lo más probable es que encuentre en alguna calle o restaurante a un kuna trabajando. Un grupo reducido vive en esos lugares con sus familiares y sus hijos han nacido en esas provincias.

Recuerdo que cierta vez, estando de viaje en Cerro Punta, Chiriquí, me encontré con un paisano que permanecía sentado en un restaurante. Cuando me vio pareció alegrarse. Me le acerqué y le pregunté qué hacía en un lugar tan lejano. Me sonrió y me respondió que estaba huyendo de los narcotraficantes que habían amenazado con quemar su isla (no recuerdo el nombre de su población) y que había decidido venir a Chiriquí para comprar un terreno, para posteriormente traer a su familia y establecerse en Cerro Punta. Me despedí de él y allí lo dejé. Nunca más lo volví a ver. No sé si habrá logrado conseguir esa tierra soñada. La pregunta que me hago es cuántos kunas no habrán hecho lo mismo y están en búsqueda de sus sueños.

Pero en la búsqueda de ese sueño también han tenido que enfrentarse a una serie de obstáculos, porque como sabemos, nada es fácil en esta vida. En esta selva de concreto, donde todos intentan sobrevivir, nuestra gente ha tenido que encarar otra realidad: la pobreza, la discriminación, el idioma y la pérdida de su identidad y, sobre todo, el bombardeo incesante de otra cultura que está a punto de acabar con ellos.

Una cultura que a principios del siglo XX trató de imponerse dentro de la cultura kuna, cuando el gobierno de esa época intentó acabar con las costumbres de nuestros abuelos, obligando a nuestras madres a dejar de vestirse con las molas y que usaran argollas en la nariz. El argumento era que los indígenas debían integrarse, civilizarse y dejar sus costumbres que consideraban un atraso.

Esta situación generó la llamada Revolución de Tule de 1925, cuando hombres kunas valientes se enfrentaron a la policía con secuela de muertos y heridos. A raíz de estos enfrentamientos se conformó la creación de la Comarca de Kuna Yala. ¿Ahora me pregunto si de alguna forma no habrán conseguido indirectamente que poco a poco la población kuna, con los actuales desplazamientos, se esté integrando a la ciudad?

Una integración que está llevando a la mayoría de nuestra gente a vivir en la pobreza, a trabajar en cualquier oficio para ganarse el pan de cada día, ya sea cocinando en un restaurante, limpiando los centro comerciales, vendiendo verduras y frutas en las calles, minutos de celulares, artesanías en las vías públicas, etc.

Hace poco me contaba un amigo la historia de una anciana kuna que se dedica a vender cigarrillos en una calle de La Peatonal hasta altas horas de la noche. Situación que no se observaba cuando llegué por primera vez a la la casa, a cantarles canciones de cuna a sus nietos o a bordar sus hermosas y llamativas molas. Incluso, debo confesar, con cierto dolor, que he visto niños kunas vendiendo pastillas en los semáforos.

La delincuencia, la drogadicción y el narcotráfico también han sembrado sus tentáculos, sobre todo en la juventud kuna, lo que ha ocasionado que sus madres lloren por el amargo destino que les ha tocado vivir en la ciudad. Ese fue el caso de una prima mía, cuyo hijo adolescente se ha convertido en un delincuente y hace poco asaltó con sus compinches a un taxista con arma blanca. Ella llora en silencio, presiente que en cualquier momento su hijo terminará en la cárcel o muerto por la policía.

Estos y otros problemas son los que enfrenta la mayoría de nuestra gente cuando decide quedarse en la ciudad.

Un amigo periodista me decía hace poco que nuestra gente vive sobre riquezas, la riqueza del mar, las montañas, pero que no estaban siendo valoradas, especialmente por la juventud, que había dejado la tierra para sentarse en la cancha de juego y escuchar música, en vez de trabajar en cultivos.

Cuando tenía seis años recuerdo que mi padre me obligaba a levantarme temprano, antes que los gallos cantaran y me iba con él en el cayuco a las montañas. Allá, él me enseñó a sembrar y a limpiar con machete los cultivos. No sé si hoy los padres kunas les enseñan a sus hijos a cultivar la tierra.

La realidad es que el fenómeno de la migración de kunas a la ciudad está dejando a la comarca sin gente. ¿Con ese éxodo nos quedaremos sin población algún día? Amanecerá y veremos.

 El lenguaje materno, el dule gaya, también ha sido trastocado por la migración. Muchos jóvenes que han nacido en la ciudad han perdido su lenguaje materno, no lo hablan, sólo entienden el español. Debo confesar que yo formo parte de esa circunstancia, porque no hablo ni entiendo el kuna. Pero como dije anteriormente, eso forma parte de otra historia de mi vida, pues crecí en un hogar conformado, irónicamente, por un español y una colombiana, por lo tanto, en esa casa no se hablaba el idioma kuna y se me olvidó. Sin embargo, siempre he sido defensor de que las madres kunas que viven en la capital, deben enseñarle a sus hijos tanto el español como el dule gaya, para que no se les olviden sus raíces.

Pero a pesar de estos y otros problemas que sería largo de enumerar en este pequeño trabajo, la realidad es que la mayoría de los kunas viven en la capital, intentando a toda costa mantener sus raíces ancestrales, sobre todo su música, sus bailes, sus comidas y su lenguaje.

Es frecuente observar, sobre todo los fines de semana, en la Plaza Cinco de Mayo, a grupos kunas practicando danzas ante la mirada curiosa de los transeúntes, una música milenaria que se confunde con el sonido de los motores de los buses, las bocinas, los gritos de la gente...

Hay quienes prefieren visitar los capítulos de sus comunidades ubicados en varios puntos de la ciudad. Allí se reúnen para intercambiar conversaciones, escuchar la última noticia del pueblo y tener informaciones frescas de su añorada Kuna Yala.

El hecho es que los kunas seguirán migrando a la ciudad. Se mezclarán con otros grupos, tendrán hijos con sangre blanca e india. Este fenómeno se está dando desde hace más de dos décadas. Un fenómeno que valdría la pena analizar. Lo único que esperamos es que traten de mantener sus raíces, porque una cultura que pierde lo más valioso que tiene está expuesta a desaparecer. Espero que ese no sea el destino de mis hermanos kunas.


Referencias:

Revista Cultural Lotería No. 486. Septiembre / Octubre – 2009. Panamá. 55-60 pp.

Nota: Está traducido en kuna por el mismo autor, en este mismso número de la Revista Cultural Lotería

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